“No mamá, no quiero ir” le dijo Margarita a doña Victoria, su progenitora, sin ánimo de convencerla, ya que a juzgar por la mirada de su madre la decisión estaba tomada, así como el acuerdo con el coyote a quien la familia le había entregado 7 mil dólares por llevar, a la muchacha de 15 años “sana y salva” a los Estados Unidos.
Margarita estudia secundaria en una escuela rural en el Puerto de La Unión, al oriente de El Salvador, Centroamérica. Está enamorada de un joven del lugar, con él tiene una relación sentimental que promete un compromiso duradero a pesar de la desaprobación de sus padres y de su poca experiencia en las cosas del corazón. Vida que ya dejó atrás.
Ya hace 20 días que Margarita partió de su casa y de su país en búsqueda de otras oportunidades de superación para ella y su familia, expulsada en un viaje incierto, donde lo único cierto es el peligro. Junto a ella iban otras 72 personas desconocidas, pero que se vuelven conocidas porque comparten el mismo sueño y deseo, los mismos miedos y añoranzas.
Margarita cuando partió solo llevaba consigo “tres mudadas: dos jeans celestes, uno azul, sus botas y tres camisetas color azul, amarillo y negro”. Además, en un lugar seguro, guardaba la hoja de inscripción de su nacimiento, un documento de identidad de su país y una libreta con números de teléfono importantes, tanto de su familia en El Salvador como de las personas que la iban a esperar en EEUU.
Hace tres años, doña Victoria envió también a la hermana mayor de Margarita, tardó 16 días en llegar a Estados Unidos. Margarita ya se tardó 20, y su madre no sabe nada de ella.
Una tarde calurosa, mientras hacía los oficios domésticos doña Victoria observó en el noticiero de la televisión algo que la desconcertó, 72 fallecidos en una masacre en Tamaulipas, México y solo un sobreviviente quien relató que eran “indocumentados” que intentaban llegar al sueño Americano, convertido en martirio Americano.
Algo en el corazón le hizo notar a doña Victoria un sentimiento de aflicción. Ese mismo día, el de la masacre, el gobierno de México había anunciado que los presuntos responsables del crimen fueron los Zetas, una banda de narcotraficantes.
La noche la pasó en vigilia, la madre buscaba consuelo en el suelo frío, de rodillas frente a la estampa de la Virgen del Refugio. El siguiente día, para pesar de ella, muy temprano tocaron a su puerta dos hombres con corbata y una mujer, le preguntaron su nombre, ella respondió: Victoria.
“Hay fuertes sospechas de que su hija esté en el grupo” le indicaron los visitantes que eran enviados del gobierno, la madre confirmó lo que presentía su corazón, y sin más remedió, con la voz fuerte pero evidentemente quebrantada dijo “mi hija, ¡no!”.
Margarita, aquella niña sonriente, puberta y adolescente, mujer y estudiante, soñadora como las otras 72 personas que la acompañaban, ya no está más. Su vida voló definitivamente, junto a ese vuelo que emprendió cuando salió de su casa hacia EE.UU.
No son indocumentados ni indocumentadas, tampoco mojados o ilegales. Son ciudadanos y ciudadanas de este mundo que fueron expulsados de sus países por los gobiernos, no porque quisieran salir o irse, sino porque en el país que habitan, no pueden desarrollar su vida económica y social de forma plena y digna.
El corredor formado por Tabasco, Chiapas, Oaxaca, Veracruz y Tamaulipas, entre el sudeste y el noreste de México, es la ruta que muchas ciudadanas y ciudadanos latinoamericanos dibujan con sus pies para llegar a suelo estadounidense.
Anualmente, según revela la agencia IPS, unas 500 mil personas atraviesan sin permiso México en un camino de fuego y sangre por los abusos que soportan de uniformados y secuestradores,
El martes 24 se hallaron en Tamaulipas los cuerpos de 72 inmigrantes, 14 de ellos mujeres, asesinados presuntamente por la banda de Los Zetas, uno de los carteles mexicanos de la droga.
Hasta el momento, se han identificado a 5 hondureños, 13 salvadoreños, seis ecuatorianos, cinco guatemaltecos y un brasileño. Falta revelar la identidad de los restantes. Solo un ecuatoriano sobrevivió al ataque.
Doña Victoria espera el cuerpo inmóvil de su hija Margarita. Así como ella, otras 71 familias esperan enterrar a sus muertos, que buscando un sueño encontraron un martirio y la muerte.
Ahora reclaman el derecho a no migrar, aquella facultad que tiene toda persona para permanecer y desarrollarse dignamente en el lugar físico y social donde nació y habita, sin necesidad de ser expulsado a otro lugar, de huir fuera de su país en búsqueda de un sueño justo.
Cada gobierno de cada país debe lograr un nivel suficiente y necesario de vida para sus habitantes, donde se puedan desarrollar en condiciones dignas y humanas. De nada sirven las condenas y lamentos si no hay acciones y decisiones firmes y coherentes para trabajar por los intereses del pueblo.
La masacre en Tamaulipas, solo confirma la necesidad de cambiar las estructuras actuales que nos dominan, que no nos permiten vivir y desarrollarnos dignamente. Como diría el brillante poeta salvadoreño Roque Dalton, “bajo el capitalismo nos duele la cabeza y nos arrancan la cabeza” y en la lucha por la liberación, en la construcción de otra sociedad, por el derecho a no migrar, debemos transformar y vencer al imperio cultural y económico que nos domina.
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